miércoles, 17 de diciembre de 2008

El barco se va

La historia ocurre en un teatro de barrio. Un actor que olvida su papel. Es un personaje secundario que hace su entrada sólo al final de la obra, con la responsabilidad de darle sentido a una confusa trama contemporánea.

"Me lanzé al agua, y después recordé que no sabía nadar",
dice el parlamento del protagonista, para darle paso a la única intervención de nuestro personaje. Todo el reducido público queda suspendido de un eterno e incómodo silencio en el que sólo caben las angustias, las preguntas, los bostezos y todas las vidas de los asistentes resumidas en el segundo previo a un suspiro. Una taza de café se derrama. Un penetrante dolor taladra la cabeza del portero. El único reflector de luz titila por un instante, sin que nadie lo recuerde. Los repetidos pasos del director ebrio, escondido en un sucio camerino, se escuchan en todo el barrio. Un gato displicente cruza la calle. El frío asesino hace su ronda nocturna y cubre la inútil rutina de una ciudad que se resiste a dormir el sueño de una promesa no cumplida. En ese momento -y porque toda su desgracia es una cosa material que cubre el penoso recorrido desde el bajo vientre hasta su ser más interior- nuestro personaje (que ya olvidó su papel y no le interesa recordarlo) dice:

"No me voy a quedar. Voy a caminar, otra vez, las calles que conozco. Voy a
componer una canción. Voy a agradecer el tiempo, las palabras, el contacto de la
piel. Tengo ganas de meterme en un cine contigo, para volver al lugar donde comienza el regreso: una fiesta al amanecer, una sombra y otra sombra, la noticia del olvido".
Dicho esto, toma su abrigo, camina la platea rumbo a la puerta de salida, abandona el teatro y con él la ciudad y todo su pasado.

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