viernes, 23 de septiembre de 2011

La gran explosión



Hubo un día que no tuvo ayer.

(Antonio Vélez)


Y pensar que todo comenzó hace 14.000 millones de años. Son nueve ceros a la derecha, superables sólo por la cifra de verdades nominales cuya existencia debemos imaginar: los granos de arena, las células vivas, las estrellas que no vemos, los pensamientos que improvisamos, los átomos que no entendemos, la fragmentación del tiempo, la delicia, los sueños, los dolores, la fantasía, los placeres y cada uno de los pasos que caminamos en la vida.


Hace 14.000 millones de años toda la materia -podríamos llamarla la verdad, desde una perspectiva inapropiadamente filosófica- (lo que era, lo que fue y lo que será) se encontraba concentrada en una ardiente esfera cuya densidad no alcanza a calcular la razón humana. No existía el afuera, como tampoco el tiempo ni el movimiento (la ficción de la ficción).


En ese estado de cosas vino la explosión. Fue más rápida que la concepción de una idea en nuestro cerebro, por ello la ciencia hace uso de una cámara extremadamente lenta que aturde y provoca el mismo silencio que desata el amor, la incomprensión y nuestra propia muerte.
La gran explosión se dio cuando las fuerzas nucleares y electromagnéticas (no existía la materia) eran una sola superfuerza y la temperatura era de 10 a la 32 grados Kelvin (¡32 ceros a la derecha!). Una temperatura que escapa al entendimiento humano. Desde ese momento, hasta la fecha todo fue enfriamiento. A toda explosión le sucede la decadencia, lo mismo le ocurre a la pasión humana.
Una cienmilésima de segundo después la temperatura era de 10 billones de grados Kelvin (un millón de veces más caliente que el Sol). En ese momento los quarks (partículas fundamentales que se unen para formar la materia) se organizaron en grupos de tres para dar origen a los protones y los neutrones. Una centésima de segundo más tarde se formaron los primeros núcleos atómicos.


Después de una décima de segundo, la temperatura descendía a 100.000 millones de grados y el diámetro del universo existente y en expansión (proceso que no se ha detenido aún) era de cuatro años luz, esto es, 40 billones de kilómetros (distancia que nos separa de Próxima Centauris, la estrella más cercana a nuestro planeta).


Luego transcurrieron tres largos minutos y la temperatura se redujo a 1000 millones de grados Kelvin. Cuando el impensable calor descendió a quinientos mil grados el universo se volvió transparente y se formaron los primeros núcleos átomicos. Tres cuartas partes de ellos fueron de hidrógeno y el resto de helio. Junto con el polvo cósmico es la materia de la cual están constituídas las estrellas que religiosamente han contemplado todas las civilizaciones humanas en el cielo nocturno.


Se necesitaron 500.000 años para que la temperatura descendiera a 5000 grados Kelvin. Aquí se clausuró la época de la radiación para dar inicio a la historia de la materia con la formación de los primeros átomos, consistencia esencial que compone todo lo que existe y existirá, incluída nuestra pasajera permanencia en el cosmos.


1000 millones de años más tarde emergieron en un poético y vertiginoso espectáculo las galaxias, las estrellas y los planetas.


Esta historia configura el origen de la energía, de las cosas que vemos y del deseo que gobierna nuestra importante vida. El universo y su misteriosa existencia representa para mí la única y más evidente corporeidad de dios. Como especie estamos destinados a desaparecer no sin antes dejar la huella, que también se extinguirá, de una lista de preguntas, todas sin responder. Todavía nos asalta la duda, el temor y el forjado deseo del entendimiento y del encuentro.

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