miércoles, 21 de julio de 2010

La tarde que no se acaba

Siendo tan difícil como el paso que debes dar (por desconocimiento o simple incompetencia) te levantas una mañana y te das cuenta que tus cosas siguen en el mismo lugar que las dejaste. La vida tirada por el piso, los sueños que ya no reconoces, el mismo motivo de la espera, el dónde y el cuándo, que se vuelven persistentes, invasivos y melancólicos. Aparece también el por qué sigues escribiendo y caminando sin mucha idoneidad. Sales a la calle y ves el mundo tan parecido a la nunca recobrada imagen de la conformidad: gente saliendo a la oficina o corriendo en el parque antes de salir a la oficina. Sabes en ese momento que tu camino es distinto (así vayas al mismo lugar). Es un delirio gobernado por los encuentros que, necesitas te lleven lejos de esta realidad maniquea, desabrigada, indolente y hasta cierto punto suicida. Juegas entonces a recorrer el tiempo cumpliendo la cita de un guión nefasto y no menos conveniente. Tu regreso, mientras buscas el camino a tu casa, es un examen de confianza. Sabes que tu sitio es un cuadro de Modigliani, una empanada en la mañana, un sueño en el separador, un adagio entre las nubes y una cita en la sala de cine con la mujer que amas. En ese momento recuerdas la primera toma de Morir en Madrid, la bruma, el sendero, el labriego, el paso lento, la tarde que no se acaba.

Es ahí donde comienza y termina tu obsesionado y fracasado proyecto de la tarde que no se acaba.

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