viernes, 16 de julio de 2010

Charles Ives

Un niño va corriendo a recoger la pelota que se ha ido lejos. Al tomarla entre sus manos olvida la pelota, olvida que está lejos y se sienta en el campo verde cubierto por la última luz del atardecer. En lugar de miedo, en sus ojos se refleja la rama caída en el prado, el viento que se lleva un papel, el instante de vida que acompaña a un insecto, su agitada respiración. Aparece la certeza de su inmovilidad, de ocupar, por primera vez, un punto despreciable, alrededor del cual, todas las cosas del mundo se desplazan, cumpliendo el milenario libreto del cambio. Advierte con trémulo asombro, con infantil alegría, que es un eje en el centro de su minúsculo universo, que ya no quiere regresar, que se quiere quedar, para habitar definitivamente el espacio del silencio.

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