sábado, 23 de octubre de 2010

Mirar

Mirar al otro que nos mira implica renunciar al propio rostro, porque nunca se sabe con exactitud lo que el otro tiene frente a sí. Hay angustia e impaciencia por la ausencia de paisaje, perspectiva y referente histórico. El otro no habla, es así que vemos en sus ojos lo que somos y definitivamente desconocemos. El mundo son sus labios cerrados; en consecuencia estamos condenados a habitar temporalmente un espacio minúsculo del cual nos es difícil salir.

Mirar las cosas -entiéndase también los otros que no nos miran- vincula la libertad con una confortable soledad. Las dos hacen posible asumir la calidad de testigo de una realidad que siempre sorprende y de la cual no formamos parte. Tenemos la convicción de estar afuera, en la esquina del barrio, a la salida de un cine, lejos de todo.

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