Foto: Germán Sánchez Pardo |
Desconcierto, porque una
cumbre todavía más alta se eleva a lo lejos, es la sensación que acompañada de
la admiración, suele experimentar quien por primera vez conquista la cima de una montaña.
Mi primer ascenso lo realicé a la edad de doce años, en un
cerro que se levanta a 2.900 metros de
altura, en la vereda de Quindingua, municipio de Gachancipá. Desde allí la Sabana
de Bogotá, compuesta por un descomunal
mosaico con todos los tipos de verde, activa la emoción que despiertan las
cosas cuando son grandes pero también bellas.
Fue el primero de muchos viajes que desde la motivación del
ocio y el placer he emprendido a la montaña, un lugar que se puede visitar para
combatir el sedentarismo, liberar el enfado o inventar la alegría, mediante el reconfortante hallazgo de la inmensidad.
La montaña es un espacio poco frecuentado en
el que siempre corre el viento, no existe el confort, y es habitado por la bondad, el tiempo y la
incertidumbre. Puede recibir el nombre de monte, loma, cerro o nevado, y en todos los casos es el sitio del mundo más
cercano al cielo.
Las hazañas, la contemplación y la aventura forman parte de
los múltiples vínculos que el hombre ha establecido con ella. Su imponencia y majestuosidad han provocado
poemas, ideologías, fracasos, creencias,
traiciones y preceptos filosóficos. Su historia es la historia del planeta.
Las montañas colombianas que conozco, muchas de las cuales he
explorado en compañía de Julián, mi hijo, no me han cambiado la vida, no me han convertido
en un ser de luz, ni han sido fuente de
una revelación divina. Me han
proporcionado la felicidad de respirar la vida por primera vez. Al caminarlas, a veces con mucho esfuerzo, me
han sorprendido instantes magníficos, improbables en las ruidosas y drásticas ciudades que
habitamos. He sabido de los imperturbables
frailejones, productores de la
vida y la paciencia; de las propiedades
terapéuticas del silencio; de la sencillez del agua cuando brota de la tierra; de
la libertad y la soledad como experiencias sagradas e inseparables; de la
distancia, necesaria para poder ver las cosas; y también de la admirable lentitud, ese
ejercicio en el que la vida se desplaza sobre una dimensión diferente al
tiempo.
La montaña es una pedagogía que nos invita a entablar
relaciones con el mundo natural, desde el gesto del respeto y la compasión. Ejemplifica una realidad gobernada por la
bondad del equilibrio. Constituye un sistema vivo, que como muchos otros, resulta
útil para comprender la poderosa fuerza de los seres que también tienen derecho
a existir.
2 comentarios:
Germán, tu mirada y experiencia de la montaña son maravillosas. Así como tú, me gustan más las montañas que las playas. Solo que mi vivencia de la montaña no ha sido tan intensa como la tuya, gracias por compartirla.
Sólo en las montañas me he acercado considerablemente a la gratitud y a la bondad, y me alejado de una manera importante de los hombres.
Monita, gracias por leer, gracias por escribir, no hace falta nada más.
Publicar un comentario