sábado, 26 de marzo de 2011

La sombra y el espejo


Me sirve mirar la calle que comienza en mi ventana para ver lo que no está, las cosas dejadas que se resisten a desaparecer. Todo ayer es lejano. Pretendo que la desquiciada forma de la condición humana me revele el destino de cada uno de los proyectos que inicié. Nada termina porque nada está hecho. El que se queda lo pierde todo. Al igual que Proust, admito la permanencia como una idea que, además, no le es prometida a nada ni a nadie, ni siquiera al dolor. Creo en la instancia del aburrimiento, en la composición de los deseos, en el episodio del encuentro. En mis mejores recuerdos hay un hombre parecido a mí, con los mismos gustos, extasiado frente al espectáculo de la inteligencia, la contemplación y la ternura. El síntoma puede ser (ha sido) la explicación irreverente de la utopía, un papel escrito y arrugado en la basura o el beso que se recibe de quien se quiere quedar. El cambio no viene con el arte; son las acciones, producto de la rabia y la intolerancia de los que nada tienen, lo que mueve a este mundo perdido en una constelación que nadie se interesará por conocer. Sólo se actúa frente a la usurpación, el juguete que me quitaron, la vida que me arrebataron, la bondad que me acompañaba. Creo en la proposición de la salvación individual instalada en mitad de un mundo siniestro que cumplirá su destino. Vivir o morir, pero dignamente. En los sueños no hay pronóstico posible, hay que durar para vencer, como lo pensó un personaje de Onetti. Abrazar el árbol, entregar el amor... son la espera, el valor y la reconciliación. Veo a mi padre leyendo el Ulises en la silla de un bus. Veo a mi hijo componiendo música minimalista en su habitación. Veo la calle que comienza en mi ventana como si fuera el espejo de lo que fui, de lo que seguiré siendo. Saldré para ver las cosas y la gente cuando cambian de color, para saber si es hora de ir o de volver.

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